sábado, 6 de julio de 2013
Reflexión sobre la estandarización del mundo
La crisis de la
estandarización
Reflexión sobre la miserable estandarización del mundo,
que bajo la directriz de los núcleos del poder económico, ha eliminado especies
e ideologías, empobreciendo el pensamiento y las costumbres de la colectividad,
hasta imponer una generalizada mediocridad planetaria
Por Gonzalo
Márquez Cristo
Poeta y ensayista
colombiano
Comenzaba el verano de 2006 en
Portugal y una manifestación se tomaba las calles de Lisboa con la consigna de
proteger algunos frutos proscritos por la Comunidad Europea, cuyo gobierno
central determinaba cuáles productos debía proveer el país a la pretendida
autosuficiencia continental. Marchamos durante algunas cuadras con el poeta
Casimiro de Brito acompañando una horda de seres disfrazados de semillas y de
flores. Los manifestantes sospechaban que meses después eliminarían del planeta
algunas de las maravillosas ofrendas de la naturaleza a esa bella tierra,
preciadas durante siglos, porque existía la imposición económica inobjetable de
cultivar una sola variedad de naranja (Tangelo), o una de manzana (Red
Delicious), tal como en América Latina y África fuimos condenados a sembrar
extensivamente la Palma Africana cuyo vil destino es la fabricación de
combustible, y que como se sabe, fue una determinación errática que ha
multiplicado el hambre en Nigeria y Camerún, provocando adicionalmente un gran
daño a la biodiversidad planetaria.
Cuando el mundo tiende a la estandarización
y se impone un patrón global que es el del medio (léase mediocridad) es
importante prepararse para un culturicidio.
Cuando todo el planeta viste jean y se
alimenta de comidas rápidas, cuando hordas de turistas atraviesan el Museo de
Louvre siguiendo la flecha que lleva directamente a la Monalisa –sin detenerse
a contemplar ninguna de las otras obras maestras que iluminan ese templo del
arte–, cuando El proceso de Kafka parece un dulce sueño al lado de la
incomparable pesadilla que ha erigido la burocracia obstinada en detener el
mundo, cuando el pensamiento del ciudadano común ha sido secuestrado como lo
demuestra la reciente encuesta convocada por History Chanel para elegir al
colombiano más destacado de todos los tiempos, donde 400 mil personas votaron
por uno de nuestros más aciagos políticos –mientras solo 4.000 lo hicieron por
Antonio Nariño o Gabriel García Márquez–, ya no es posible creer en el
advenimiento de un tiempo mejor.
Las opiniones, las costumbres y hasta
las sensaciones han sido estandarizadas. Aquellas delicias que definían el
espíritu de nuestras provincias son apenas materia de las evocaciones
románticas pues ya han sido abolidas. Los cultivos transgénicos arrasarán muy
pronto las plantas nativas cuya selección no resultó rentable para la voracidad
neoliberal, y nos preparamos para sembrar sólo cereales manipulados
genéticamente (en detrimento de la calidad) y próximamente para beber –entre
otras degradaciones– tequila extraído de un agave modificado, como se informó
por los medios, pese a las protestas de los amantes de la planta vivaz.
En un tiempo en que las grandes
tendencias son seguidas con devoción por los cazamercados y que todo se produce
en China mientras las industrias occidentales han quedado como fantasmales
construcciones dedicadas a la abstracción, en un mundo donde las modas
culturales se imitan y los direccionamientos del consumo conducen a todos los
habitantes a poseer aparatos tecnológicos provistos de los dispositivos
necesarios para abolir nuestra intimidad: Redes Sociales, GPS, y todas las
herramientas que la Inquisición Virtual ejercida por las potencias o los
monopolios de la información deciden imponer, es fácil corroborar que el
asesinato del sujeto ha sido consumado.
El “yo soy” debe ser recompuesto. El
sujeto (de saber, de poder y desde luego el psicológico) necesita reflejarse, o
nacer de la diferencia, y ha sido paradójicamente convertido en espejo. El
exterminio de la diversidad es flagrante. Todos los individuos se replican sin
encontrar una suerte distintiva, todas las ciudades comienzan a parecerse. En
todas partes encontramos similares productos. Los periódicos y noticieros
privilegian los mismos insulsos y crueles acontecimientos. Y si excluimos a los
ignorantes y perversos políticos que nos gobiernan y a los astros del deporte y
la farándula, la única forma en que un ser humano común puede escapar de su
destino clonado y acceder a la visibilidad de los medios es por la vía de la
violencia, como se corrobora en el matoneo que infesta las instituciones educativas
y en los crímenes múltiples que se ejecutan cada vez con mayor frecuencia en
los llamados países desarrollados.
Desde el núcleo del dominio se inventó
una regulación de la mediocridad que no tiene antecedentes. No en vano nuestra
cultura ha sido desahuciada. Las manifestaciones estéticas esenciales agonizan
siendo relevadas por el frívolo espectáculo y son los más prestigiosos museos y
galerías los encargados de promover sus presencias fugaces. Las editoriales
sólo publican obras que cumplen el criterio del entretenimiento o los valores
de un positivismo tan perverso como naïf, y la gran industria del cine, hace
décadas excluyó toda desequilibrante complejidad de sus filmes.
Y como si esto no bastara, el ensayo,
un género que tuvo por ascendiente a Montaigne, también ha sido secuestrado en
su medianía, pues la libertad que habita en su etimología latina (que alude a
“probar” y a “pesar”), ha sido regulada en nuestros días por una norma foránea,
impuesta por la American Psychological Association, que estandariza la
imaginación y restringe su especulación crítica, desbroza su ritmo y ocluye las
elipsis de este importante género productor de pensamiento.
Todo lo que no ha sido globalizado se
encuentra ad portas de desaparecer bajo la “independiente” dictadura del
marketing, pero no podemos olvidar que en toda permisibilidad acecha una trampa
y que el clamor de libertad siempre antecede a la guillotina. La política, que
es uno de los mecanismos radicales de estandarización, impone sus fantoches de
turno, su ilusoria democracia, desde un infalible sitial mediático como lo
descubriera el Nacional Socialismo.
Y solo nos queda el arte, aquel que no
hace concesiones, ni al comercio ni a las modas ni a las ideologías; el
secreto, el insumiso...
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50 años de Rayuela
tanto a Julio
Por Amparo Osorio
Poeta y
Ensayista Colombiana
Artículo tomado de Con-fabulación.blogspot.com
Y hay una sola saliva y un solo sabor a
fruta madura,
y yo te siento temblar contra mí como una
luna en el agua
Rayuela (1963)
Tal
vez París era “otra” fiesta aludiendo a la célebre novela de Hemingway
aparecida en 1964. Y ese mismo París, antecesor de múltiples literaturas, cuna
y sepulcro de fundamentales movimientos en todas las esferas de la creación, y
a su vez emblema y bastión de algunos jóvenes escritores latinoamericanos,
sería una vez más redescubierto en la libertaria imaginación de Julio Cortázar,
quien nos invitaba desde su pluma lúdica a recorrer una Rayuela sin fin
(contranovela) —diría el propio autor—, en un raro tejido de complejidades
donde el exilio y la diáspora que enlazaban al París de Oliveira y la Maga,
“Del lado de allá”, y a Buenos Aires con Traveler y Talita “Del lado de acá”,
nos iban heredando trágicamente el desarraigo espiritual de pertenecer a todo
sin pertenecer finalmente a nada.
Bajo
su lectura tejíamos íntimamente Europa y el Sur. Su Sur, el nuestro. No importa
que ya se dijera metafóricamente que los argentinos “era hijos de los barcos”.
Cortázar simbolizaba Buenos Aires, y siguiendo su huella nos perdíamos en otras
músicas, en otras literaturas, en otras latitudes que nos heredaban una
nostalgia contenida, propiciatoria de nuestro gran eclecticismo y de la que
comenzaron a hacer parte Borges y su misterioso Aleph, Gardel con su melancolía
porteña, los hermanos Discépolo que secretamente ahondaban nuestras
cavilaciones nocturnas; Mercedes Sosa con sus telúricas y conmovedoras canciones
de protesta y Ástor Piazzola con su magistral bandoneón sinfónico.
Latinoamérica
era un fortín de juventudes ávidas de sueños y desde esa perspectiva queríamos
que el mundo fuera una comuna. Woodstock se convirtió en ícono de muchos de
estos anhelos y su antecesor Verano del Amor de 1967 nos entronizaba cada vez
más con esa Rayuela leída a tironazos y a veces a trozos. Su compleja propuesta
continuaba marcándonos con su simbología de cielo inalcanzable y se instalaba
cada vez más entre nosotros como una de nuestras grandes utopías.
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