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domingo, 23 de mayo de 2010

Foro: "El Colegio hace Memoria y Construye Futuro


Agradecemos al doctor 
Bernardo Jaramillo Zapata,
su especial participación en 

 nuestro foro institucional.
Aquí presentamos su intervención
para que toda la comunidad tenga 

la opción de leerla,
analizarla y reflexionar sobre ella.





EL DESALOJO DE LOS CAMPESINOS
Tratar de responder a las preguntas planteadas para el conversatorio de este foro, obliga a fijarse de manera muy especial en la violencia que más persistentemente ha azotado al pueblo colombiano desde los acontecimientos independentistas del 20 de julio de 1810, cuyo bicentenario nos aprestamos a conmemorar: la violencia política. No la única, en verdad, pero la que tiene implicaciones más dramáticas, puesto que en ella está reflejado el problema del poder, el cual necesariamente tiene que afectar de manera directa o indirecta a todos los colombianos sin ninguna excepción. Desde luego, esperamos que el tratamiento de este tema, en el marco del conversatorio y del foro, contribuya a fortalecer la conciencia de que el asunto de la violencia y de la inseguridad en general, para cualquier observador externo o interno, como lo dijera hace ya 15 años Armando Montenegro, sin que hasta ahora pierdan validez sus palabras, es de lejos el problema más grave de la situación colombiana, razón por la cual la academia a todo nivel debería interesarse de manera permanente.
Resulta paradójico que los incidentes del 20 de julio de 1810 no fueran en sí tan violentos como lo han sido, en su mayor parte, la historia de Colombia desde entonces. Recordemos, en efecto, que fue horas después, dos y tres días después y durante los meses subsiguientes, sobre todo, y hasta 1816, cuando, una vez desprendidos del mandato directo español, lo que emergió al primer plano de la vida de la Nueva Granada fue el crudo combate político que enfrentó a la dirigencia criolla aristocrática y oligarca encabezada por Camilo Torres, José Miguel Pey, José Acevedo y Gómez, Joaquín Camacho, Jorge Tadeo Lozano, Antonio Morales y Francisco José de Caldas, para no mencionar sino a los más renombrados; y las fuerzas sociales que pugnaban por una verdadera emancipación, dirigidas por José María Carbonell, a quien, como lo dijera Indalecio Liévano Aguirre, nuestra historia oficial ha tratado de arrinconar en los modestos desvanes que se reservan para los personajes de importancia secundaria, sin tener ello nada de sorprendente, porque esa historia oficial sólo ha reservado el apelativo de “prócer” a los servidores sumisos de la oligarquía, mientras que para los defensores del pueblo y los voceros de los intereses ha reservado invariablemente los calificativos de “demagogos”, “agitadores”, y hasta de “tiranos”, que fue la denominación que dieron en su época a Antonio Nariño y a Simón Bolívar, comprometidos, ellos sí, con toda la causa popular.
Fue el propio Antonio Nariño, al decir de Liévano, quien comprendió bien, como después lo comprendería Bolívar, que la causa americana no podía seguir identificándose con los intereses de la clase social que en una época de magnos acontecimientos históricos –los del 20 de julio de 1810- sólo esperaban crear las condiciones propicias para acentuar la explotación del trabajo de los indios, los esclavos y mestizos que formaban la inmensa masa de la población granadina. De ahí que, en su periódico La Bagatela, dijera en una ocasión que parecía que lo que habíamos querido conquistar no era la libertad sino el mando; y en otra ocasión dijera que nada habíamos adelantado con lo del 20 de julio, y que habíamos mudado de amos pero no de condición; en una palabra: que habíamos conquistado nuestra libertad para ser lo que ya éramos antes.
Por desgracia, las tensiones posteriores al 20 de julio, vividas en los primeros días y meses subsiguientes, no se mantuvieron en el choque de las ideas y las decisiones simplemente, sino que, con el correr del tiempo, y sobre todo después de septiembre de 1811, fueron derivando hacia el enfrentamiento armado, lo cual propicio la reconquista sangrienta de los españoles bajo el comando de Pablo Morillo, en un proceso que sólo pudo ser detenido el 7 de agosto de 1819 en el Puente de Boyacá.
Son muchos los estudiosos que se han referido a la violencia política vivida en el país desde entonces. En esos estudios es posible ver los períodos que proponen algunos de ellos; y entonces nos hablan del período que va desde 1819, año en que culmina la Campaña Libertadora de Simón Bolívar, hasta 1902, año en que culmina la Guerra de los Mil Días, sostenida entre liberales y conservadores, período éste, entre 1819 y 1902, en el que por cierto se dice que ocurrieron no menos de 50 guerras civiles de alta, mediana y baja intensidad, todas ellas nacidas y dirimidas en el ámbito político.
Luego, se nos señala un período que iría de 1948, cuando se produce el asesinato de Jorge Eliécer Gaitán, hasta 1958 aproximadamente, cuando se procura detener la guerra fratricida de los colombianos, mediante la instauración del Frente Nacional, durante el cual los partidos tradicionales habrían de alternarse y repartirse el poder milimétricamente durante cuatro períodos presidenciales, hasta 1974.
Pero en 1964 y luego, poco después, se daría el nacimiento de movimientos insurgentes como las FARC y el ELN respectivamente, cuya existencia se prolonga hasta nuestros días. Y de manera paralela desde principios de 1980, y también hasta nuestros días, el panorama de la violencia política se extiende con la aparición a gran escala del narcotráfico y del paramilitarismo.
No sólo se nos habla de distintos períodos distinguibles, como los acabamos de registrar, sino de diversas teorías que pretenden explicar la violencia política. Y las hay también que procuran hacer una clasificación de la violencia en general. En todo caso, el panorama que emerge de todos esos estudios es bastante complejo.
Las teorías estructurales o globales pretenden encerrar una explicación válida para todas las violencias. Suelen enfatizar las razones económicas y la debilidad de las instituciones estatales. Las teorías socioinstitucionales, en cambio, sitúan las causas de la violencia en las relaciones sociales y en el funcionamiento y tipo de Estado que nos hemos dado.
En cuanto a los tipos de violencia, conjuntamente con la violencia de carácter político, se destaca la violencia común, de la cual han dicho algunos críticos que no sólo tiene la característica de provocar muchísimas más víctimas que la violencia política, sino que los gobiernos se ocupan mucho menos de ella. Hoy día, además, y con datos estadísticos que son sencillamente escalofriantes, se habla de la violencia intrafamiliar y la de las pandillas juveniles en las grandes y medianas ciudades.
Deseo, entonces, tratar en especial la pregunta que se nos formula en cuanto a de qué manera el conflicto armado que vive Colombia y sus actores contribuyen al desalojo de los campesinos de sus tierras.
Alejandro López consideraba el régimen político y económico heredado de la colonia, y en especial la propiedad agraria concentrada y latifundista, como una causa permanente del conflicto, lo que condensó en su frase: “Veo una lucha sorda entre el papel sellado y el hacha”. Por su parte, y desde las teorías económico-institucionales, se encuentran los que ofrecen una explicación a la violencia de 1948 a 1958 como una lucha del pueblo desposeído contra los propietarios, unidos a un régimen político y a un Estado opresor. La existencia o interés por imponer una forma de organización económica y el tipo de manejo del Estado son los elementos causales de la violencia.
Dentro de este punto de vista se inscriben Francisco Posada, que encuentra en la violencia de 1948 a 1958 un proceso de expropiación campesina; los que, como Salomón Kalmanovitz, la vieron como un proceso de expropiación campesina y de acumulación originaria capitalista al estilo de la descrita por Carlos Marx en El Capital; y los que consideran este período de la violencia como una lucha de la oligarquía contra el pueblo, al final de la cual el pueblo se vio traicionado por los dirigentes.
Respaldan este punto de vista Antonio García, el Padre Camilo Torres Restrepo y Luis Costa Pinto, entre otros. En esta visión teórica, el pueblo se levanta por sus derechos y es traicionado por la oligarquía liberal-conservadora. Al respecto, dice Kalmanovitz: “La violencia fue una política que agenciaron ambos partidos tradicionales, sobretodo el conservador, contra el movimiento democrático que exigía reformas en el campo y en la vida política nacional”. Y Antonio García, argumentando que el gobierno conservador era la contrarrevolución en marcha contra las reformas políticas y económicas de la República Liberal vivida en Colombia entre 1930 y 1946, destaca y pronostica lo siguiente: “Los dos partidos han demostrado que no han podido superar ni sustituir las leyes de hierro que guiaron su desarrollo en el siglo XIX: a falta de un sistema representativo auténtico, de juego limpio, y de un debate electoral constructivo y consciente, la guerra civil o los actos de fuerza son los únicos medios de llegar a conservar el poder público. Mientras no se estirpe o modifique sustancialmente este orden político, estará viva la raíz mínima de la violencia”.
Por otra parte, la Coordinadora Guerrillera y el Partido Comunista han compartido en líneas generales su explicación a las causas de la violencia en Colombia. Ambos encuentran el origen de la guerrilla contemporánea en la continuación de los grupos campesinos organizados por el Partido Comunista para defenderse de los gobiernos del Frente Nacional (1958-1974), en regiones como Pato, Guayabero y Riochiquito, los cuales debieron convertirse en guerrillas ante la ofensiva militar del gobierno, estimulado y armado éste por el imperialismo norteamericano.
Las guerrillas que conforman la Coordinadora tuvieron su origen a mediados de la década de 1960. Con alguna diferencia, su inicio se enmarcó dentro de la idea general de que la guerrilla era inevitable a causa de que no había posibilidad para hacer cambios pacíficos en Colombia, ello como consecuencia de la presión del imperialismo secundada por gobiernos débiles ante él. El desarrollo de esta teoría no se limita, sin embargo, sólo a que para restablecer la paz y evitar la violencia se debe combatir el imperialismo, sino que la lucha contra el imperialismo necesariamente significa la instauración del socialismo. Esta opción fue la aceptada por el Ejército de Liberación Nacional (ELN).
Las FARC, en su origen, tuvieron un énfasis combinado en la teoría de la liberación nacional con el apoyo a cambios en el régimen de propiedad agraria. Los cambios que las FARC consideraban que no eran posibles por la vía pacífica, están condensados en su programa de fundación en 1964: efectiva reforma agraria revolucionaria; títulos de propiedad a los terrenos que ocupen los colones, ocupantes, arrendatarios, a parceros, terrazgueros, agregados, etc.; respeto a la propiedad de los campesinos ricos que exploten directamente sus tierras: asistencia técnica y mejora general de las condiciones de vida de los campesinos; precios básicos remunerativos para los productores agropecuarios; tierra suficiente para las comunidades indígenas.
Vendría, como se dijo, a partir de 1980 más o menos y hasta hoy, el fenómeno del narcotráfico y del paramilitarismo, que han ocasionado el gigantesco numero de campesinos desplazados, unos dos millones hasta el momento, con el resultado de que sus tierras abandonadas han pasado a manos de narcotraficantes y paramilitares, y muchas veces ampliaron los dominios de políticos y terratenientes tradicionales, aliados del narcotráfico y del paramilitarismo. Oponerse a esto le costó a la Unión Patriótica, entre 1980 y 1990 aproximadamente su exterminio violento, en el que murieron miles de dirigentes populares, entre ellos Bernardo Jaramillo Ossa, mi padre quien murió asesinado siendo candidato presidencial de la Unión Patriótica, en una campaña donde cayeron también asesinados Luis Carlos Galán Sarmiento, del Partido Liberal y Carlos Pizarro Leongómez del M-19.
Pero la negativa jurídica de acceso de los campesinos a la tierra y la manera violenta de desalojar y expropiar a los que la han tenido, han estado acompañadas de una ideología, una ideología que por supuesto lo que hace es disfrazar las verdaderas razones de propósitos inconfesables. Así, cuando en el país se iniciaron los esfuerzos de desarrollo tomando el modelo de los países industrializados como la panacea, existía ya dentro de las corrientes de pensamiento impulsadas por la mayoría de las agencias internacionales y de los gobiernos, la imagen de un campesino ignorante, supersticioso, algo perezoso, que poco contribuiría al crecimiento económico. Se asumía que era posible trasladar hasta la mitad de los campesinos a las zonas industriales sin que se afectara para nada la producción de alimentos, ya que gran parte de las actividades de dichas gentes carecían de importancia productiva. Luego se decía con benevolencia que aunque los países subdesarrollados no poseyeran mucho capital, en sus campesinos había latente una fuente inmensa de capital, que podría aprovecharse si se cambiaba su destino al de obreros, y eventualmente al de trabajadores más calificados. Las primeras etapas de migración del campo a la ciudad que hoy tanto se lamenta no fueron entonces accidentes históricos: fueron impulsadas y aplaudidas por los primeros planes de desarrollo. El tipo de tecnocracia que dio en Colombia vida a estas teorías se conocieron a lo largo del Frente Nacional.
Una de las apreciaciones que más se formularon para abrir paso al modelo de desarrollo importado de los países industrializados fue la noción de un campesino ignorante y supersticioso. Era el producto de concebir el saber y la cultura como la que sólo nos ofrecen tales países industrializados. Era el producto de olvidar deliberadamente que, durante siglos, la humanidad ha avanzado en los hombros de sus campesinos, los cuales, por fortuna, todavía constituyen mayoría de la población mundial; y todavía, seguramente para siempre, siguen y seguirán produciendo los alimentos y las materias primas de los alimentos, que garantizan la supervivencia del género humano sobre la tierra.
Durante su larga historia, el campesino había elaborado toda la sabiduría que le permitió tanto su sobrevivencia como producir los excedentes que permitieron la industrialización. Sin embargo, llegó el momento –pura ideología de quienes los han explotado y despojado- en que la imagen se transformó en la imagen de un campesino ignorante, supersticioso, algo perezoso y que poco contribuiría al crecimiento económico. Es la visión de los de arriba, aquellos que ya se mencionaron aquí en la primera parte de esta ponencia.
Pero los campesinos, lo mismo que los indígenas que nunca han querido vender su identidad, piensan otra cosa a pesar de todo. Acabo de conocer un documento sobre plantas medicinales, elaborado con el saber del pueblo campesino de algunas veredas de Calarcá (Quindío), en cuyo epígrafe, otro campesino de Pereira, Leonardo Rojas, escribió con mucho amor y tal vez con mucha rabia esto que espero escuchen con la mayor atención:
“Sabíamos sanarnos, cultivar, criar nuestros animales, cultivar nuestros saberes y conservar la fraternidad, la solidaridad y el amor. Un día nos dijeron que no sabíamos nada; que los que sabían eran los médicos, los agrónomos, los veterinarios (los doctores de la ciudad) y los maestros; los que venían de afuera. Que ellos eran los que sabían. Que los remedios vienen en cajas y que los producen laboratorios famosos. Que nosotros éramos brutos y supersticiosos. Que el río no arrulla sino que suena, que los pájaros no alegran sino que cantan. Que la lluvia no es una bendición sino un fenómeno. Y que la solidaridad es un cuento, que todos somos egoístas, que el buey solo bien se lame. Que nadie es hermano de nadie, que el hombre es un lobo para el hombre, que el vecino es un estorbo y que el amor es otro cuento. Todo nos lo enseñaron los hombres de instituciones del gobierno, que dijeron traer algo que ellos llamaron civilización y desarrollo”.