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sábado, 6 de julio de 2013

50 años de Rayuela

Amamos 
tanto a Julio

Por Amparo Osorio

Poeta y Ensayista Colombiana
Artículo tomado de Con-fabulación.blogspot.com



Y hay una sola saliva y un solo sabor a fruta madura,
y yo te siento temblar contra mí como una luna en el agua
 Rayuela (1963)
 Discurrían los años sesenta, esa maravillosa y convulsionada década que marcó profundos e innegables derroteros de libertad, y que con su carga de rebeldía nos legaba los ideales de una transformación revolucionaria, postulado que nos conduciría también hacia diversas manifestaciones artísticas y vivenciales.
Tal vez París era “otra” fiesta aludiendo a la célebre novela de Hemingway aparecida en 1964. Y ese mismo París, antecesor de múltiples literaturas, cuna y sepulcro de fundamentales movimientos en todas las esferas de la creación, y a su vez emblema y bastión de algunos jóvenes escritores latinoamericanos, sería una vez más redescubierto en la libertaria imaginación de Julio Cortázar, quien nos invitaba desde su pluma lúdica a recorrer una Rayuela sin fin (contranovela) —diría el propio autor—, en un raro tejido de complejidades donde el exilio y la diáspora que enlazaban al París de Oliveira y la Maga, “Del lado de allá”, y a Buenos Aires con Traveler y Talita “Del lado de acá”, nos iban heredando trágicamente el desarraigo espiritual de pertenecer a todo sin pertenecer finalmente a nada.
Bajo su lectura tejíamos íntimamente Europa y el Sur. Su Sur, el nuestro. No importa que ya se dijera metafóricamente que los argentinos “era hijos de los barcos”. Cortázar simbolizaba Buenos Aires, y siguiendo su huella nos perdíamos en otras músicas, en otras literaturas, en otras latitudes que nos heredaban una nostalgia contenida, propiciatoria de nuestro gran eclecticismo y de la que comenzaron a hacer parte Borges y su misterioso Aleph, Gardel con su melancolía porteña, los hermanos Discépolo que secretamente ahondaban nuestras cavilaciones nocturnas; Mercedes Sosa con sus telúricas y conmovedoras canciones de protesta y Ástor Piazzola con su magistral bandoneón sinfónico.
Latinoamérica era un fortín de juventudes ávidas de sueños y desde esa perspectiva queríamos que el mundo fuera una comuna. Woodstock se convirtió en ícono de muchos de estos anhelos y su antecesor Verano del Amor de 1967 nos entronizaba cada vez más con esa Rayuela leída a tironazos y a veces a trozos. Su compleja propuesta continuaba marcándonos con su simbología de cielo inalcanzable y se instalaba cada vez más entre nosotros como una de nuestras grandes utopías.

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